Por Alberto Martos Rubio*
Alberto.Martos.Rubio@esa.int

Imagen superior: "Influencia" (infografía
Silvia Smith).
Es bastante elocuente que la mayor parte de los
augures que vaticinan desgracias como consecuencia del advenimiento
de algún eclipse, fallan en anticipar las consecuencias
funestas que suelen seguirse por desgracia, debido a causas
que tienen explicación física. Ilustraremos
este aserto con algunos ejemplos, para luego indagar tales
razones.
El 11 de Agosto de 1999 unos veinte millones de turistas,
entre los que abundaban astrónomos profesionales, aficionados,
personas con inquietudes intelectuales y otras simplemente
curiosas, abarrotábamos todos los recursos hoteleros
del Norte de Francia. Otros tantos lo hacían en Alemania
y no se cuantos más en Austria, Rumania, Hungría,
Bulgaria, Turquía, la India, Pakistán e, incluso
Irán. El cuartel general de la Agencia Europea del
Espacio, establecido en Noyons, 40 km al Norte de París,
estaba tan repleto de observadores, que yo me tuve que contentar
con observar el fenómeno desde el camping de Salency,
una pequeña localidad unos 4 km al Este de Noyons.
Para disgusto de quienes nos quedamos en Europa occidental,
el eclipse no se alcanzó a contemplar en toda su integridad,
o no se pudo contemplar en absoluto. Desde Noyons nos perdimos
el final del fenómeno. Mucha mejor suerte tuvieron
aquellos a quienes sus recursos o su tiempo, les permitieron
desplazarse lo suficiente para observar desde lugares de reconocida
bonanza climática. De todos modos, el ambiente que
se respiraba por todas partes era tan cautivador, que todos
hacíamos votos para ir a observar el próximo
eclipse ocurriera donde ocurriera.
Seis días más tarde, el 17 de Agosto, un tremendo
terremoto (de magnitud 7,4) sacudía Turquía
destruyendo la ciudad de Izmir, causando cuatro mil víctimas.
El 8 de Enero de 2001, varios miembros de la Agrupación
Astronómica Madrileña hacíamos los últimos
cálculos para observar el eclipse de Luna del día
siguiente. Por desgracia, el mal tiempo impidió a casi
toda España contemplar el eclipse. Sólo desde
Canarias, Almería y algunos puntos de Murcia pudieron
observarlo.
Cuatro días más tarde, el 13 de Enero, ocurría
un gigantesco terremoto en El Salvador, de magnitud 7,6, que
destruyó ciudades enteras (70.000 casas) y originó
704 muertos y 4.055 heridos.
Unos quince días después, el 24 de Enero, el
grupo de especialistas en la Luna de la Agrupación
Astronómica Madrileña y algunos compañeros
de la Estación Espacial de Villafranca, nos preparábamos
para observar una Neomenia (Luna joven) de 29 horas. Otra
vez nos lo impidió el tiempo.
Tres días más tarde, el 27 de Enero, un terrible
terremoto de magnitud 7,9 asolaba el estado de Gujarati, en
la India occidental, produciendo cien mil muertos.
El 22 de Julio de 2002 un terremoto de magnitud 6,5 mató
a 250 personas en Irán y dejó sin vivienda a
otras 25.000. El 90% del territorio fue afectado por el seísmo.
Dos días más tarde, el 24 de Julio, aconteció
un eclipse parcial de Luna.
El 25 de Septiembre de 2003 otro terrible terremoto de magnitud
8,3 afectó a la isla de Hokkaido, en Japón.
Afortunadamente, dadas las excelentes condiciones antisísmicas
de las construcciones japonesas, sólo hubo que lamentar
245 heridos. Pero en esta ocasión no aconteció
eclipse de Sol o de Luna, alguno. ¿No habría
conexión lunar esta vez?
Ya en 2004, el 23 de Octubre un terremoto de magnitud 6,6
sacudió la isla de Honsu, en Japón, produciendo
33 víctimas mortales, 2.900 heridos y destruyendo 395
edificios y dañando a otros 3.473.
El 28 de Octubre sucedió un eclipse de Luna. En Madrid,
las perspectivas de observarlo eran escasas porque aquel otoño
resultó ser muy húmedo. Desde los primeros días
llovió y llovió para solaz de labradores y compañías
hidroeléctricas. Increíblemente, el cielo se
descubrió media hora antes de comenzar el eclipse y
la Luna permaneció visible justamente hasta el final
del eclipse.
Sin embargo, el gran terremoto de magnitud 9 que provocó
el tsunami del 26 de Diciembre de 2004, que arrasó
el SE Asia causando la muerte a 280.000 personas, no estuvo
ligado a eclipse alguno.
También, el 3 de Octubre de 2005 ocurrió el
esperado y deseado eclipse anular de Sol que cruzaría
la Península Ibérica de NO a SE, pasando por
encima de Madrid. Situados en un camping, un grupo de astrónomos
aficionados habíamos desplegado toda nuestra parafernalia
para registrar la formación del anillo solar y producir
un video. A los cinco días un terremoto destruía
toda una región de Pakistán, causando cien mil
víctimas.
Por último en 2006, cuando los expedicionarios a Libia
para contemplar el eclipse total de Sol del 29 de Marzo, admirábamos
la exótica ciudad berebere de Gadamesh, otro terrible
seísmo de magnitud 6,1 privaba de la vida a 66 inocentes
y hería a otros 1450 en Borujerd (Irán), dejando
sin casa a 45000 personas de 330 pueblos (Wikipedia).
Y dos meses lunares más tarde, el 27 de Mayo, otro
terremoto de magnitud 6,3 mataba a más de 6000 personas
en Java y dejaba heridas a 36.000 más, destruyendo
136.000 viviendas y dejando sin techo a 1,5 millones de personas.
Pero esta desgraciada isla se vería sacudida por otro
tremendo terremoto de magnitud 7,7, que dejó 660 muertos,
330 desaparecidos y 51.500 desplazados (Wikipedia).
Uno no puede dejar de preguntarse, ¿existe alguna
correlación entre los eclipses de Sol y de Luna y los
terremotos? Y si se da tal correlación, ¿en
virtud de qué fenómeno natural se produce? Pero
al mismo tiempo, uno se da cuenta de que pisa un terreno resbaladizo,
por cuanto admitir la relación causa-efecto entre eclipses
y terremotos, sin acertar a explicar el mecanismo que las
vincula, no es sino aceptar un planteamiento puramente astrológico,
un albur que no deseamos correr.
Por otra parte, los mismos sucesos que he descrito revelan
el acaecimiento de seísmos no relacionados con eclipses,
como el del 25 de Septiembre de 2003 (en Hokkaido) y el que
originó el terrible tsunami del 26 de Diciembre de
2004. ¿Cómo encajar ambas evidencias en un mismo
marco fenomenológico?
Desde luego, a uno no le cabe duda de que la influencia lunar
que mejor se manifiesta sobre la Tierra es la que origina
las mareas, o sea, la gravedad. Dicho fenómeno, que
está producido por doble partida, tanto por la Luna
como por el Sol, bien que las mareas que origina este último
sean dos veces menos vivas que las que levanta la Luna, consiste
en la deformación del globo terrestre dos veces diarias,
una bajo el paso del astro (la Luna o el Sol) por el meridiano
del lugar (realmente 12 minutos más tarde) y otra unas
doce horas después, al pasar dicho astro por el meridiano
de los antípodas (con los mismos doce minutos de retraso).
Aunque la marea afecta a toda la masa del globo terrestre,
tanto la sólida, como la líquida y como la gaseosa,
es más perceptible sobre la masa líquida, principalmente
en los océanos. Un caso particular de la masa líquida
a considerar es la masa viscosa.
Las mareas originadas sobre los puntos antípodas se
denominan antimareas y se explican mediante la diferencia
de atracción gravitatoria entre el punto sublunar y
su antípoda y el subsolar y el suyo. Como esta diferencia
(el diámetro de la Tierra) es muy pequeña en
comparación con las distancias Tierra-Luna y Tierra-Sol,
resulta que la altura que alcanza el agua en los casos de
marea son muy parecidas a las que alcanza en los casos de
antimarea.
Por otra parte, el retardo de 12 minutos se debe a la resistencia
derivada de la fricción mecánica que sufren
las aguas al elevarse y equivale a un arco de 3 grados en
la rotación de la Tierra. Es decir, que tanto la Luna
como el Sol, producen sendas perturbaciones dobles sobre puntos
de la Tierra situados unos 3 grados al Oeste de los puntos
sublunar y subsolar, respectivamente, y sobre los puntos de
la Tierra situados 3 grados al Oeste de los antípodas
de los mismos, respectivamente. Y como la Tierra está
en rotación, los cuatro puntos se desplazan por la
superficie completando un ciclo al día, a lo largo
del cual las aguas alcanzan sus alturas máxima y mínima.
Son, respectivamente, los momentos de pleamar y de bajamar.
La velocidad con que se propaga la onda de la marea lunar
por la superficie terrestre es la diferencia entre la velocidad
de giro de la Tierra (una revolución por día
sidéreo) y la velocidad de translación de la
Luna (una revolución por mes), lo que da como resultado
24 horas y 50 minutos. En el caso de la marea solar, la velocidad
es la de rotación de la Tierra menos la de su translación
(un año), esto es 24 horas y 4 minutos.
FIGURA II

Como muestra la Figura II, la fuerza de atracción gravitatoria
de la Luna (en negro) origina el alzamiento de la masa de
agua situada 3 grados al Oeste del punto sublunar (A). Como
esta fuerza es inversamente proporcional al cuadrado de la
distancia que separa al punto considerado del centro de la
Luna, en el centro de la Tierra (punto O) es menor que en
el punto sublunar y menor aún en el punto antípoda
(B). En los puntos desviados del eje Tierra-Luna, la fuerza
atractiva se manifiesta oblicuamente dando lugar a una corriente
de marea (en rojo) que tiende a acumular el agua en el punto
sublunar. En los puntos situados a 90 grados del sublunar,
la corriente de marea es nula porque ambas fuerzas antagonistas
se hallan alineadas. Por tanto, en ellos se produce la bajamar.
El resultado de todas estas fuerzas se puede obtener restándole
a cada una el vector FO, o sea, la fuerza gravitatoria en
el centro de la Tierra. Así, componiendo todas ellas
con el vector –FO (en verde) se obtiene como resultantes
la fuerza que origina la corriente de marea y de antimarea
(ambas en rojo). Y se descubre que en el hemisferio antípoda
la corriente de marea cambia de sentido y se convierte en
corriente de antimarea que tiende a acumular el agua en el
punto antilunar (B), dando lugar a la antimarea.
El mecanismo de las mareas solares es idéntico, salvo
en que la intensidad del tirón gravitatorio es menor
y, en consecuencia, la altura que alcanza el agua en la pleamar
es algo menos de la mitad de la que provoca la marea lunar.
Pero el desfase de 12 minutos (o 3 grados en el movimiento
de rotación de la Tierra) se mantiene.
Naturalmente que, como la Luna gira alrededor de la Tierra
doce veces más rápidamente que la Tierra alrededor
del Sol (un mes frente a un año), las pleamares que
origina la Luna se desplazan por la superficie terrestre con
respecto a las pleamares que origina el Sol, de modo que cuando
coinciden en las sicigias (el Novilunio y el Plenilunio),
el efecto aumenta (mareas vivas) y cuando se hallan en cuadratura
(en los Cuartos Creciente y Menguante) las pleamares provocadas
por uno de estos astros tienden a compensarse con las bajamares
producidas por el otro (mareas muertas). De este modo, el
número total de mareas que se producen diariamente
son dos de origen combinado, o mareas lunisolares.
También la posición relativa de la Luna, la
Tierra y el Sol influye sobre la altura que puede alcanzar
una marea. Dado que la Tierra es achatada, la mayor altura
coincide con los pasos de la Luna y el Sol por el plano ecuatorial,
circunstancia que favorece a los equinoccios de primavera
y otoño.
Ahora bien, la altura a que se pueden elevar las aguas bajo
el efecto del tirón gravitatorio combinado de la Luna
y del Sol, depende además de la extensión oceánica
en el sentido de la rotación terrestre. Cuanto más
ancha en el sentido de los paralelos es la extensión
de las aguas, mayor es la altura que pueden alcanzar por el
gran aporte de líquido que suministra la corriente
de marea, o marea horizontal. Por ello, donde la anchura del
Océano Atlántico Norte es máxima, en
el Canal de la Mancha (que separa Francia de Inglaterra),
la pleamar alcanza sus cotas máximas de hasta 14 metros
con respecto a la bajamar durante las sicigias.
Conviene advertir que la altura que alcanza la pleamar depende
también de la forma de la costa y de la plataforma
continental. Ello explica que las mareas puedan ser muy diferentes
en lugares que se hallan en posiciones geográficas
parecidas. En costa francesa son célebres las mareas
equinocciales que aíslan del continente a la abadía
del Mont Saint Michel (foto 33), al cubrir el istmo de acceso.
Una leyenda popular afirma que el ascenso de las aguas es
tan rápido, que ni un caballo al galope logra atravesar
dicho istmo.

Foto 33. Le Mont Saint Michel
Cuando ocurre un eclipse de Sol o de Luna, además de
la sicigia se da la circunstancia de que los tres astros se
alinean, lo que favorece la altura de la marea porque el tirón
gravitatorio combinado de la Luna y el Sol se hace máximo
(es la suma de ambos). Si el eclipse de Sol es total (o sea,
si la Luna no está muy lejos del perigeo), entonces
la altura de la pleamar en el Mont San Michel puede llegar
a ser de 15 metros. Tanta es la masa de agua que se encrespa
que se ha montado una central maremotriz en esa zona.
Sin embargo, en otras épocas del año, durante
la bajamar no se alcanza a ver el agua. Resulta pues, que
las variaciones de la distancia Tierra-Luna, sea por alejamiento
y acercamiento, o por alineamiento y desalineamiento, influyen
considerablemente sobre la altura que puede llegar a alcanzar
la marea. Por tanto, además de las sicigias, también
son importantes los pasos de la Luna por el perigeo para predecir
la altura de la pleamar.
En resumen, se puede establecer que la curva de variación
de la altura de la pleamar presenta los 10 picos que detallamos
en el Cuadro II:
CUADRO II
Factores astronómicos que influyen en la altura
que alcanza la pleamar.

Sobre qué fenómeno ejerce mayor influencia,
si el alineamiento o el acercamiento, no se puede establecer
un criterio fijo por cuanto dependen respectivamente de la
relación entre las distancias de la Luna al nodo y
al perigeo, en cada caso particular. Pero por lo general,
el acercamiento ejerce influencia más notable porque
el efecto de la gravedad varía con el cuadrado de la
distancia, mientras que el alineamiento simplemente introduce
un coeficiente trigonométrico a la suma de la atracción
lunar y de la atracción solar (cuyo efecto es la mitad).
Ahora que hemos planteado el efecto del tirón gravitatorio
que ejercen la Luna y el Sol sobre la masa líquida
de la Tierra, es menester que nos ocupemos del efecto sobre
los restantes componentes de nuestro planeta. Entre ellos,
el caso de la masa gaseosa, la atmósfera, es el más
sencillo, por su parecido con el de la masa líquida.
La atmósfera terrestre sigue un patrón de deformación
parecido al que hemos descrito para los océanos, bien
que siguiendo una pauta mucho más destacada, sobre
todo la capa externa, o exosfera.
En efecto, la exosfera es la región de intercambio
entre la atmósfera terrestre y el espacio interplanetario.
Los gases rarificados que la componen se hallan en equilibrio
cinético, es decir que la velocidad media a que se
mueven sus moléculas es ligeramente inferior a la velocidad
de escape de la Tierra a la altura de esta capa. De este modo
permanecen adheridos al planeta, si bien las moléculas
térmicamente más energéticas pueden desarrollar
velocidades iguales o ligeramente superiores a la de escape
y abandonar el entorno terrestre cuando dichas velocidades
comportan una componente radial hacia fuera. Tales moléculas
constituyen la materia que aporta la Tierra al medio interplanetario,
cuya densidad está lejos de ser nula debido a esta
fuga. A cambio, la Tierra recibe otros átomos y moléculas
que se hallan diseminadas por dicho espacio, sometidos a las
leyes de Kepler, así como radiaciones de alta frecuencia
y partículas que viajan a velocidades relativistas,
cuya interacción con los átomos y moléculas
de la exosfera los ioniza, convirtiéndolos en un plasma
frío. De este modo, es el campo magnético terrestre,
más bien que la gravedad, el vínculo que determina
sus trayectorias alrededor de la Tierra.
El efecto de la marea sobre este plasma es debilitar cíclicamente
el campo gravitatorio terrestre, siguiendo las pautas que
hemos recopilado en el Cuadro II. En virtud de este debilitamiento,
el equilibrio dinámico que reinaba en la exosfera se
modifica de modo que partículas menos energéticas
consiguen ahora remontar el gradiente gravitatorio. En consecuencia,
la exosfera se expande en dirección hacia el astro
atractor y más átomos y moléculas logran
escapar al espacio. Pero como el agente determinante para
los iones es el campo magnético, la corriente de fuga
es menos importante de lo que sería si la Tierra careciera
de dicho campo. Por tanto, el efecto de la marea sobre la
masa gaseosa es intensificar moderadamente el desgaseamiento
de la exosfera.
Más sorprendente es el efecto de las mareas sobre
la masa sólida de la Tierra, es decir, sobre la tierra
firme. Por las mismas razones que hemos expuesto para la envoltura
acuosa, el cuerpo rocoso de la Tierra está sometido
a perturbaciones mecánicas de expansión en la
cara sublunar y contracción en la cara opuesta. El
efecto equivale a una onda vibrante de baja frecuencia que
se propaga por la superficie a una velocidad que es la diferencia
entre la velocidad de giro de la Tierra (una revolución
por día sidéreo) y la velocidad de translación
del astro considerado (un mes para la Luna y un año
para el Sol). Como antes, el efecto combinado de ambas perturbaciones
es una marea doble lunisolar de período medio 24 horas
y 50 minutos.
Al ser menos elástica la masa rocosa, la amplitud
de la deformación es mucho menor que en la masa líquida.
Desgraciadamente, esta deformación no se puede medir
directamente, ya que al hallarse el observador sobre la superficie
que se deforma, carece de referencias. De la misma forma,
un marino en alta mar no puede medir directamente la altura
de la marea, ya que tampoco dispone de indicaciones. Pero
se puede averiguar experimentalmente. Y esto es lo que hizo
el físico A. Michelson a principios del siglo XX (además
del experimento de la constancia de la velocidad de la luz).
El resultado de su experimento (un micro-océano de
150 m de extensión) fue que la marea sobre la tierra
firme es el 31% del efecto combinado. Es decir, que en una
marea de 75 cm, como las que se dan en mar abierto (aquí
seguimos a George Gamow, en su “Un Planeta llamado Tierra”),
la marea sobre la tierra firme es de ¡33 cm! Y este
alzamiento de suelo es tan imperceptible para el observador
como la elevación de 75 cm del nivel del mar para el
nauta. Y ni que decir tiene que ni uno ni otro pueden percibir
que la deformación total ha sido de 108 cm.
Dos perturbaciones de 33 cm de amplitud recorriendo la superficie
terrestre con un período de 24 horas y 50 minutos (equivalente
a que cualquier punto de la Tierra recibe una onda cada 12
horas y 25 minutos) no pueden dejar de tener importancia sobre
el equilibrio isostático de nuestro planeta. Para analizarlo,
debemos acudir al modelo terrestre que nos enseña la
tectónica de placas.
Según este modelo (figura III), la Tierra es un planeta
estratificado, formado por tres capas principales: la corteza,
el manto y el núcleo. La corteza ocupa una extensión
irregular, pues alcanza hasta unos 70 Km bajo los continentes
y sólo entre 3 y 10 Km bajo el suelo oceánico.
Se la considera dividida en corteza continental, formada por
rocas graníticas ligeras en las que abundan los silicatos
de aluminio (SiAl) y corteza oceánica, compuesta por
rocas basálticas densas, ricas en silicatos de magnesio
(SiMa). Gracias a esta diferencia la corteza continental (densidad
2,8 g/cm3) flota sobre la corteza oceánica (densidad
3,3 g/cm3). La corteza continental se extiende por el 45%
de la superficie terrestre, ya que incluye las plataformas
continentales, y se alza un promedio de 125 Km por encima
del nivel del mar. La corteza oceánica queda bajo el
nivel del mar, formando el suelo de las cuencas
oceánicas, a profundidades que van de 2.500 a 6.500 m,
excepto bajo las fosas tectónicas donde es mayor.

Figura III.- Sección del modelo tectónico
terrestre.
Por debajo de la corteza se extiende una región de
2.800 Km de espesor llamada manto terrestre, en el que la
elevada temperatura, debida a la presencia de materiales radiactivos,
funde las rocas transformándolas en magma (o lava fundida).
La diferencia de temperatura que existe entre la región
inferior y la región superior del manto da lugar a
corrientes de convección en el magma, que asciende
caliente y desciende frío. Las corrientes de convección
forman bucles a gran escala, o celdas convectivas, y a pequeña
escala bucles mucho menores. Unos y otros bucles se detectan
merced a las anomalías gravitatorias que se producen
en la superficie, sobre las ramas ascendente y descendente
de las celdas convectivas. A veces a través del manto
emergen chorros de magma candente, llamados penachos, que
forman focos de calor bajo la corteza y eventualmente pueden
llegar a perforarla y aflorar en la superficie formando volcanes
en la corteza continental y las dorsales meso-oceánicas
en la corteza oceánica.
El núcleo terrestre se extiende desde 2.900 Km de
profundidad hasta el centro de la Tierra (6.370 Km) y consta
de una parte interna (el núcleo interno) sólida
y rígida, que mide 1.200 Km de radio y puede estar
constituido por hierro y azufre, y una parte externa (el núcleo
externo) líquida que ocupa el resto del volumen y puede
estar formada por hierro y níquel (NiFe). Las corrientes
de convección en el material férrico del núcleo
externo originan el campo magnético terrestre. De las
medidas de la velocidad de las ondas sísmicas se deduce
que la presión en el centro de la Tierra es de entre
1,3 y 1,5 millones de atmósferas, que la densidad es
de entre 9 y 12 g/cm3 y que la temperatura puede estar entre
los 4.000 y los 5.000° C. Esta temperatura tan elevada
constituye la fuente de energía que alimenta el mecanismo
tectónico.
Tectónicamente es más conveniente considerar
la estructura exterior de la Tierra formada por la litosfera,
o la capa fría y rígida de rocas más
externa, que alcanza un espesor unos 100 Km (de 5 a 7 Km bajo
el océano) y la astenosfera, o la capa caliente y plástica
que yace bajo ella. La litosfera comprende entonces la corteza
y la parte superior del manto, mientras que la astenosfera
se reduce una la región de éste donde las rocas
están parcialmente fundidas.
Debido a la emersión de chorros de magma caliente
que la perforan, la litosfera se halla fragmentada en placas
rígidas que flotan sobre el material fluido de la astenosfera.
Una placa consiste en un fragmento de la delgada y densa corteza
oceánica (SiMa), sobre la que puede ir cabalgando,
o no, un fragmento de la ligera y gruesa corteza continental
(SiAl). El tamaño de estas placas es igual al de la
celda de convección que se haya situada bajo ellas.

Figura IV. Movimientos tectónicos.
La corteza oceánica se origina en las dorsales meso-oceánicas,
o cordilleras submarinas por donde emerge el magma del manto
que la produce y desaparece en las fosas de subducción,
donde dicha corteza fría y densa se hunde en el manto.
El sistema de dorsales corre por el centro de las cuencas
oceánicas circundando el globo bajo el mar y alcanza
una longitud de 59.000 Km.
Impulsadas por las corrientes de convección del manto
(figura IV), las placas tectónicas se mueven horizontalmente
unas con respecto a otras, a razón de unos 20 mm por
año. Este movimiento fabrica y destruye la corteza
oceánica y recicla la corteza continental, mediante
el proceso que denominamos tectónica de placas. La
corteza continental no se destruye, sino que crece en las
zonas volcánicas de los bordes de las placas. Cuando
dos placas se acercan y una de ellas se sumerge por debajo
de la otra según un proceso llamado subducción,
en estos bordes se destruye corteza oceánica, porque
la placa que se sumerge en la astenosfera es siempre la oceánica,
ya que la corteza continental flota sobre ella y no sufre
subducción.
La figura V muestra una placa oceánica en subducción
bajo una placa continental. Este movimiento encuentra fuerte
resistencia por fricción entre los bordes de ambas
placas, de modo que se traban. Pero como el crecimiento de
la corteza oceánica en la falla de ensanche de la dorsal
meso-oceánica, empuja a la placa oceánica a
continuar la subducción en la astenosfera, se produce
acumulación de tensión tectónica en la
zona de trabamiento y se eleva la temperatura, con lo que
los materiales volátiles de esta región se funden
y ascienden a la superficie produciendo vulcanismo.

Figura V. Fenómeno de subducción de
la placa oceánica bajo otra continental.
Cuando la tensión tectónica acumulada en la
zona de fricción sobrepasa la resistencia que opone
el rozamiento entre ambas placas, se produce un resbalón
y la placa oceánica se desliza un trecho haciendo vibrar
a la placa continental. Este resbalón se manifiesta
en la superficie como un terremoto, que puede venir acompañado
de la aparición de fallas en la zona de juntura entre
las placas.
¿Cómo afecta a este modelo dinámico
el fenómeno de las mareas lunisolares? Evidentemente,
cuando la tensión tectónica acumulada en el
borde de las placas es alta y está próxima a
la ruptura, la onda de marea sobre la tierra firme, que produce
una elevación media de 34 cm, alivia la presión
en la zona de trabazón y puede contribuir a adelantar
el resbalón (o sea, el terremoto) que, de todos modos,
habría acabado por ocurrir más pronto o más
tarde.
Si en estas circunstancias tiene lugar una sicigia o un eclipse,
entonces la marea lunisolar alcanza uno de sus máximos,
con lo que el esfuerzo que efectúa para destrabar las
placas es mayor. Sin embargo, si no existe acumulación
de tensión tectónica entre las placas, la marea
lunisolar por sí sola no alcanza a producir seísmo
alguno. Ahora bien, comoquiera que el efecto de la marea sobre
la placa en subducción es acumulativo y se repite cada
12 horas y 25 minutos, no es necesario que el seísmo
coincida con la pleamar, sino que el tirón gravitatorio
puede alcanzar intensidad suficiente para vencer la fricción
y destrabar las placas, durante un intervalo discreto anterior
o posterior a la sicigia.
Si este razonamiento es acertado, entonces deberíamos
ser capaces de encontrar una relación, no sólo
entre los terremotos y los eclipses, sino entre los terremotos
y cada uno de los diez puntos de marea máxima que hemos
establecido en el Cuadro II. Pero por atractiva que pueda
parecer esta idea, desgraciadamente son tantos los seísmos
que se producen a diario en la Tierra (millares) y que registran
los observatorios sismológicos de todo el mundo, que
uno puede demostrar todo lo que quiera echando mano de ellos.
Siempre es posible encontrar un seísmo en cualquier
fecha y a cualquier hora, que se acomode a la tesis de trabajo
que uno trate de exponer. Por tanto, es preciso proceder con
circunspección, si se desea ser creído.
Nosotros hemos optado por filtrar tanta abundancia de datos
escogiendo para la estadística solamente los seísmos
más fuertes que se hayan registrados en cada año.
Aunque pueda parecer que así se pierde gran evidencia,
porque acaso hayamos descartado movimientos de tierra de baja
intensidad originados por la Luna, si aceptamos que la marea
lunisolar únicamente puede desatar terremotos en los
puntos donde se haya acumulado fuerte tensión tectónica,
entonces cabe esperar que los seísmos subsiguientes
revistan cierta importancia, por lo que creemos no perder
información relevante con este filtro. De todos modos,
con el fin de disponer de datos menos sesgados hemos ampliado
el registro de evidencias a cuarenta años, para lo
que hemos fijado el comienzo en 1966.
Un segundo factor aleatorio que es preciso establecer con
cautela es el que se deriva de adoptar el criterio para juzgar
hasta cuántos días de retraso o adelanto con
respecto a la sicigia, al eclipse, o al perigeo, se puede
atribuir la causa de un terremoto a la marea lunisolar sobre
la tierra firme. Evidentemente, las fases de la Luna se suceden
con una frecuencia suficientemente alta para que siempre haya
un plenilunio o un novilunio al que imputar el origen. Así
lo hemos aplicado al principio de este apartado, donde hemos
atribuido a ciertos eclipses la paternidad de seísmos
ocurridos hasta 6 días más tarde. En adelante
y para reducir la ambigüedad, aún a costa de renunciar
a vincular los eclipses citados con los terremotos subsiguientes,
hemos reducido la “ventana de asignación”
de seísmos a efemérides a unos pocos días.
En general hemos adoptado el criterio de que dicha ventana
de asignación abarque un rango de entre -5 y +5 días.
Por último, la base de datos que nos ha parecido conveniente
consultar, dentro de las que pueden ofrecer tan largo registro
de eventos, es la del Servicio Geológico de los EE.UU.
(el United States Geology Survey, o USGS) y con ella hemos
construido la Tabla XVI, en la que los datos en negrita corresponden
a los sucesos que confirman nuestra predicción. En
tales casos, la relación se da entre factores en negrita
situados en la misma fila.
La descripción del contenido de la Tabla XVI es como
sigue:
La columna 1 indica el año.
La columna 2, las estaciones de nodos de tal año (las
fechas en que la Luna pasa por los nodos), que en algunos
casos son tres.
La columna 3, la fecha de los terremotos de mayor intensidad
a partir de la magnitud 7 en la escala de Richter. Cuando
un año (como 1967) no registra eventos de esta categoría,
entonces hemos tomado como límite la magnitud inmediatamente
inferior (la 6). Cuando hay demasiados de este rango (como
en 1996), entonces hemos puesto el límite más
alto para facilitar la selección.
La columna 4, la magnitud del terremoto en cuestión.
La columna 5, la fase de
la Luna, siendo
en el Novilunio y
en el Plenilunio. Para codificar la influencia de la sicigia
hemos adoptado un criterio riguroso según el cual el
valor de la fase debe cumplir la condición de estar
comprendido entre 0,00 y 0,09 en
el caso del Novilunio y entre 0,90 y 1,00 en
el caso del Plenilunio.
La columna 6, la edad de la Lunación. Este dato es
interesante porque es lineal, al contrario de la fase, que
consiste en una función sinusoidal. Para no entrar
en conflicto con la columna anterior, no hemos codificado
la influencia de este dato y solamente lo exponemos como referencia.
La columna 7, los eclipses ocurridos en el año en cuestión,
de Sol (S) y de Luna (L).
La columna 8, los pasos de la Luna por el perigeo, en la ocasión
más cercana a cada uno de los eclipses de la columna
3.
Y la columna 8, el intervalo transcurrido entre el paso de
la Luna por el perigeo y el seísmo, siendo positivo
cuando el terremoto sucede al paso y negativo cuando lo precede.
El resultado que arroja la exploración de la Tabla
XVI es elocuente. A pesar de los criterios restrictivos que
hemos aplicado, un 72% de los 155 terremotos listados, o sea
112, están relacionados directamente con las efemérides
lunares del Cuadro II.
Veamos a continuación algunos casos en que nuestra
hipótesis está favorecida:
Cuatro de los cinco mayores terremotos que se registraron
en 1978 tuvieron lugar cuando la fase de la Luna era Novilunio
o
Plenilunio .
Dos de ellos, coincidieron con sendos eclipses de Luna, uno
de los cuales ocurrió dos días después
del perigeo. Y el quinto seísmo a los cuatro días
del perigeo.
Los seis mayores terremotos que sacudieron la tierra firme
en 1994 y 1995, ocurrieron durante sicigias. Además,
en uno coincidió el paso de la Luna por el perigeo
y en otro un eclipse de Luna.
En 2001, cuatro de los cinco terremotos mayores coincidieron
con las sicigias, en dos de las cuales hubo sendos eclipses
de Sol y de Luna y dos de los seísmos, junto con el
quinto, con el paso de la Luna por el perigeo.
En 2004, cinco de los seis terremotos más violentos
estuvieron sincronizados con las efemérides lunares,
cuatro con las sicigias y uno de ellos, junto con el sexto,
con el paso de la Luna por el perigeo.
Tabla
XVI>>
En esta relación se puede incluir una erupción
histórica, la del Vesubio del año 79 d. n. E.,
que arrasó las ciudades romanas de Pompeia (Pompeya)
y Herculaneum (Herculano) y que nos ha sido registrada por
el naturalista Plinius “el Viejo”.

La Tabla XVII muestra que en la fecha juliana del 24 de Agosto
(que corresponde al 13 de Agosto en el calendario gregoriano),
la fase de lunar era próxima al novilunio (le faltaba
un día y medio) y la Luna se hallaba exactamente en
el perigeo, cumpliéndose con ello dos de las condiciones
más importantes del Cuadro II.
Pero la hipótesis que defendemos de la influencia
de las efemérides lunares sobre la producción
de terremotos en la Tierra, también se sostiene incluso
si cambiamos el criterio de selección de estos fenómenos.
Si en vez de elegir los cinco o seis mayores de cada año,
optamos por considerar los mayores que se hayan producido
durante un plazo determinado de tiempo determinado, por ejemplo,
durante el siglo XX, vemos en la Tabla XVIII, que contiene
los últimos diez mayores terremotos ocurridos desde
1900, que la tasa de cumplimiento de dicha ley es del 80%.
Tabla XVIII>>
Nos queda finalmente por considerar el efecto de la marea
lunisolar sobre la masa viscosa de la Tierra, es decir, sobre
el magma que compone el manto. La viscosidad de este magma
depende de la temperatura, de modo que es tanto más
fluido cuanto más cerca se halla del centro de la Tierra,
o sea, en el manto inferior. Ahora bien, como hemos visto,
el efecto de las mareas tiene origen diferencial, es decir
que se produce por la diferencia de atracción gravitatoria
sobre la masa de los elementos del hemisferio vuelto hacia
la Luna y la masa de los elementos del hemisferio opuesto.
Entonces, como el magma más fluido es el que ocupa
menor volumen, es de esperar que las mareas que experimenta
sean menores, porque la diferencia de distancias a la Luna
entre puntos diametralmente opuestos del manto inferior, es
menor que en la superficie de la Tierra.
Sin embargo, nosotros esperamos demostrar que, si bien es
más pequeño, este fenómeno es ostensible,
siendo su manifestación más clara las erupciones
volcánicas. En efecto, hemos visto que tales erupciones
se producen en los puntos de la superficie en que se suman
las corrientes de convección de dos celdas del manto,
formando un penacho que acaba por perforar la corteza y aflorar
en la superficie, depositándose de manera más
o menos violenta en forma de lava. Pero algunos de estos afloramientos
se producen en las dorsales meso-oceánicas, o sea,
en puntos invisibles para nosotros, que no nos permiten establecer
estadísticas. Otros penachos afloran debajo de los
continentes produciendo “focos de calor” (hot
points) que sí son reconocibles porque se manifiestan
mediante volcanes y seísmos.
Tal es el caso de los valles de fractura (rift valleys),
como el que está escindiendo África desde el
Mar Rojo hasta Mozambique, a lo largo de Etiopía, Uganda,
Kenia y Tanzania. Los lagos Tanganika y Malawi (antes Niasa),
cuyas profundidades rebasan los 1400 y 700 m, respectivamente,
son en realidad fosas tectónicas que marcan su curso
y su termómetro de actividad es una cadena de 20 volcanes,
actualmente extintos, que se extiende de Este a Oeste, entre
los que destacan el gigantesco Kilimandjaro, cuyo enorme cono
de tres bocas formado por coladas superpuestas alcanza los
5.895 m de altura, el Kirinyaga (5.199 m) con otras tres bocas,
Elgon (4321 m) también de chimenea múltiple
y Ngorongoro (2400 m) llamado el “cráter de la
Luna”.
Otro valle de fractura es el lago Baikal (el más profundo
del mundo con 1600 m de profundidad), en Siberia, que realmente
es una fosa tectónica de 636 km de longitud rodeada
de restos de volcanes extintos, que se encuentra en expansión,
como revelan los continuos terremotos que se producen en la
zona y que acabará eventualmente por convertirse en
un océano, escindiendo el continente asiático.
La explicación de este fenómeno es que los
continentes no son estructuras permanentes de la Tierra, sino
masas dispersas y aisladas en un planeta cubierto principalmente
de agua. La tectónica de placas explica que las corrientes
de convección del manto terrestre arrastran a las placas
de corteza oceánica, sobre las que flotan los continentes,
de modo que éstos derivan anualmente unos 20 cm por
la superficie terrestre.
Por tanto, el aspecto que muestran hoy los continentes no
es el misma que tuvieron en el pasado, sino que su distribución
sobre la Tierra ha variado. Por otra parte todos los continentes
se han ensamblado en un único supercontinente, o masa
de todas las tierras, cada 500 millones de años. La
última vez que esto ocurrió fue hace unos 225
millones de años, en el Triásico, cuando se
terminó de ensamblar el supercontinente llamado Pangea,
que estaba rodeado por el superocéano Panthalassa y
por el mar de Tethys.
Pero Pangea no fue el primero de tales supercontinentes,
sino que conforme al ciclo de ensamblaje y disgregación,
hace 700 millones de años existió otro supercontinente.
En efecto, de acuerdo con la información de que se
dispone hoy, un supercontinente dura ensamblado 80 millones
de años. Transcurrido este plazo, el calor que se acumula
bajo la enorme masa de corteza continental, que es mala conductora,
produce el abombamiento y rasgadura de la placa, formando
un valle de fractura, o rift valley, como los que hemos señalado
en África y Asia.
El calor acumulado bajo el supercontinente escapa por la
sutura, originando un foco caliente bajo ella, al tiempo que
los fragmentos de corteza se separan por efecto de las corrientes
de convección y el magma que aflora en la superficie
forma una dorsal. Se abre así una cuenca oceánica
que se ensanchará disgregando el supercontinente en
40 millones de años.
El magma emergido se enfría en contacto con el agua
y se hunde formando las laderas de la dorsal, mientras las
inversiones del campo magnético terrestre imprimen
su huella en el magma que se solidifica, permitiéndonos
conocer su evolución. La convección aleja de
la dorsal las zonas recién depositadas, que ganan en
densidad a medida que se enfrían.
Al cabo de 160 millones de años el magma de la corteza
oceánica lejana, que linda con los continentes, se
enfría haciéndose más denso que el manto
subyacente y se hunde en él, formando una fosa de subducción
en la que desaparece. Con ello termina la expansión
y comienza la contracción del océano, porque
la fosa de subducción empieza a acercarse a la dorsal
a medida que la corteza oceánica se va enfriando y
subduciendo bajo la continental (que sigue renovándose).
En otros 160 millones de años los continentes se aproximan
y vuelven a ensamblarse completando el ciclo. El último
de estos ciclos empezó hace 180 millones de años,
o sea, al final del Triásico, cuando Pangea comenzó
a escindirse en dos continentes, Laurasia de Gondwana, por
un valle de fractura (la fosa de Tethys) que se extendía
desde Gibraltar hasta Borneo. Se abrieron los océanos
Atlántico e Índico y la placa subcontinental
de la India se separó de Gondwana, comenzando a derivar
hacia el Norte. En su deriva cruzó sobre el foco de
calor que derramó el basalto que forma la meseta del
Decán, hasta que en el Oligoceno, hace 35 millones
de años, colisionó con la placa continental
de Asia y bajo efecto del choque comenzó a alzarse
el Himalaya (que todavía está elevándose
al ritmo de 1 metro por siglo, en el caso del Everest).
A cerca del efecto de las mareas lunisolares sobre los focos
de calor que subyacen a la corteza oceánica no poseemos
datos que podamos aportar como pruebas. Y en cuanto al que
atañe a los focos de calor que subyacen a las corteza
continental, su única manifestación está
consignada indirectamente en las tablas de seísmos
que hemos presentado más arriba, pues tanto los volcanes
extintos que rodean el valle de fractura africano, como al
lago Baikal, carecen de actividad desde tiempos históricos.
Sin embargo, esto no quiere decir que no dispongamos de evidencias
volcánicas asociadas a las fases lunares, porque los
volcanes que surgen en los bordes entre la placa oceánica
y la continental, los que originan los materiales volátiles
de la placa que se subduce, sí nos permiten establecer
estadísticas entre sus erupciones y las fases lunares
(vulcanismo inducido por subducción). Pero como en
el caso de los terremotos, los eventos eruptivos son abrumadores
y permiten “adaptar” su incidencia a la casuística
que se desee. Por ello, hemos tomado como norma general citar
las erupciones iniciales tras un período de inactividad
más o menos largo y advertimos al lector que en este
caso nos hemos conformado con registrar únicamente
las pruebas que favorecen nuestra hipótesis, sabiendo
que justifican solamente el 1% de las evidencias disponibles.
Hemos comenzado la estadística por el mayor volcán
que existe en Europa, el Etna (foto 34), como acreditan sus
3350 m de altura, consignando las erupciones iniciales ocurridas
durante un período de 10 años (Tabla XIX). Seguidamente
hemos recurrido a otro volcán siciliano, el Stromboli
(en las islas Lípari), de 900 m de altitud, cuyas emisiones,
aún siendo perennes, son menos frecuentes que las de
su hermano mayor. Y, por último, hemos incluido unos
pocos casos del gran Kilauea (Hawaii), de 1.277 m, el monte
St. Helens (EE. UU.), de 2.549 m, y el Pinatubo (islas Filipinas),
que tuvo una vez 1.745 m, pero que después de la erupción
del 15 de Junio de 1991 se ha quedado en 1.600 m.

Foto 34
El volcán Stromboli, situado en el archipiélago
de las islas Lípari (o Eolias, al NO de Sicilia), se
halla en un estado de erupción intermitente con intensidad
moderada desde hace 2000 años. Se le ha llamado “El
Faro del Mediterráneo”.
El volcán Mauna Loa pasa por ser el más alto
del mundo y no por sus 4.170 m sobre el nivel del mar, sino
por los otros 5.000 m que se yergue sobre la fosa de las Marianas.
El volcán Kilauea, junto con su vecino más
viejo Mauna Loa, componen la pareja de volcanes más
grandes del mundo. A ellos habría que añadir
el volcán submarino Loihi, con el que ambos comparten
la cámara magmática, bien que cada uno dispone
de su propia chimenea. Kilauea es el volcán más
activo del mundo y su última fase de actividad comenzó
en 1924. La última erupción se inició
en 1983 y todavía hoy (2006) está en curso,
sin que exista indicio alguno de cuándo va a terminar
ni de cuánto va a durar.
El Monte St. Helens era un volcán inactivo desde 1857,
que recuperó su actividad el 20 de Marzo de 1980, cuando
la edad de la lunación era de 3 días y se empezó
a detectar temblores de tierra de intensidad moderada. El
25, la actividad aumentó a 47 temblores de magnitud
3, que produjeron fisuras en la cima y dos días después,
el 27, cuando la edad de la lunación era de 10 días,
sucedió la primera explosión, cuya magnitud
fue pequeña. La explosión más devastadora
tuvo lugar el 18 de Mayo, como resultado de una intrusión
reciente de magma, ¡cuando la edad de la lunación
era de 4 días y hacía 6 del paso por el perigeo!
El volcán Pinatubo (1600 m) pertenece a una cadena
arqueada de volcanes que se conoce como el Arco Volcánico
de Luzón. Este arco corre paralelo a la costa Oeste
de la isla y corresponde a la zona de subducción de
la fosa de Manila. La erupción del 15 de Junio ocurrió
después de 460 años de inactividad. Los primeros
síntomas de actividad surgieron el 2 de Abril, 3 días
después de que la Luna pasara por su fase de plenilunio.
Pero la explosión más violenta, la más
energética de todas las ocurridas en lo que iba de
siglo (mayor que la del Monte Saint Helens) comenzó
exactamente con el novilunio del 12 de Junio y 1 día
antes de que ésta llegara al perigeo.
Como en el caso de los terremotos, hemos indicado la correspondencia
entre las erupciones volcánicas y las fases lunares
por medio de letra negrita.
TABLA
XIX>>
La relación entre los fenómenos tectónico
y astronómico también se cumple cuando se reducen
las evidencias a las cuatro mayores erupciones que causaron
el 70% de todas las víctimas que ha habido en el mundo
desde el siglo XIX. La Tabla XX muestra el resultado:

Con estas evidencias cerramos este ciclo de “la verdadera
influencia de la luna sobre la vida en la tierra”, con
la esperanza de haber despertado el interés del lector
sobre la fenomenología de base científica, no
auspiciada por “razones paranormales”.
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