Autor: Diana Cuomo
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Estoy tumbada en una reposera de lona que la abuela sacó a la vereda. Quiere que le haga compañía, mientras acecha a algún vecino desprevenido con quien comentar la inestabilidad del clima y los atributos de sus nietos. Entre ellos estoy yo y no se priva de aclarar mi soltería y deslizar un sondeo sobre casaderos acomodados.
Aprovecho el tiempo en que se aleja obstinada en su misión de celestina. Me estiro en la lona y me sumerjo en el olor de los jazmines rodeados de noche. Dispersos e inquietos en la negritud.
La inmensidad me recuerda la promesa que hice, siendo chica, de convertirme en astrónoma. No una cualquiera, sino una brillante con trono en la NASA. Bastó llegar a la adolescencia para darme cuenta, junto a otras desilusiones típicas de la edad de la razón, de que la astronomía no era de mi talla. Era incapaz de recordar las nueve bolas que se pavonean alrededor del sol (encima le andan descubriendo nuevas pretendientes al rey) y en cuanto tuve que hacer un cálculo con dos incógnitas, la cosa fue definitiva. Lo mío era, es y será el divague, la natación olímpica en quiméricas sopas de letras, Aunque más no sea por no tener nada que hacer como ahora en que la abuela aturde a la víctima que osó decirle buenas noches.
Quiero conectar la convicción astronómica de la infancia con mi actualidad pulida de metáforas. Lo que a simple vista son descabellados polos opuestos empiezan a descubrir la fuerza magnética que los une.
Y no hay distancia entre los macronúmeros brillantes y las microletras en blanco y negro. Ambos buscan. Unos hacia los confines del universo. Otras hacia los límites del pensamiento. ¿ Qué quieren trascender? ¿Qué quieren encontrar? Yo diría que el silencio, la nada o a Dios.
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