Autor: José María Aguirre
Pasa errando el hombre envuelto en su cáscara de metal. Avanza impulsado por el ígneo penacho de su deseo, de su voluntad disparada sin control ni conciencia. Atraviesa muchos y poderosos campos de fuerzas, gravedades eléctricas y cristalinos enjambres de meteoritos. Roza los candentes calderos de soles azules, rojos y amarillos, donde se combinan átomos para que en algún día, siglo, milenio o era, den vida a mundos, especies y pueblos.
¿Adónde vas, hombre...rebotando entre constelaciones florecientes? ¿Adónde vas, pobre y esforzado astronauta, quemando tus huesos con radiaciones y fuegos estelares; estremeciendo tus nervios ante el gélido aliento de los océanos intergalácticos; aplastando tu mente bajo el tedio de tu solitaria cabina? ¿Qué buscas que no tienes en tu tierra? ¿Qué buscaban también los hombres de Antares con sus cuerpos de crustáceos, atormentados por las aceleraciones de sus naves? En pos de qué sueños vagaban los hombres de Alfa Centauro, dentro de sus fulgurantes platívolos relampagueando entre lunas de Saturno y a través del grupo de satélites de Júpiter, saltando desde Marte hasta la primigenia tierra, donde posaron fugazmente sus arácnidas figuras aún antes de que naciera el hombre Sol, tú, astronauta de hoy.
Tal vez buscas, peregrino del cosmos, un poco de paz, o acaso tu alma perdida. ¿Tendrás que pedírsela a los habitantes de Sirio o Canopus? ¿O puedes encontrarla dentro de ti mismo? O en esa pobre y desperdiciada bola de barro donde la mitad de la humanidad, tu mitad, padece hambre. ¿Será posible que ya tengas paz y aún seas dueño de tu alma? Si es así, ¿por qué vagas desesperado cabalgando tu cohete, gravitando entre cúmulos globulares, escapando continuamente de ti?
Quizás por desgracia, hombre, debas buscar tu alma más allá del fin del mundo, para darte cuenta allí que sólo la encontrarás volviendo sobre tus pasos hacia ti mismo.
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